La crisis y el fin de la Historia

Suele ser frecuente atribuir a determinadas fechas un especial poder simbólico que nos indica un antes y un después. Así, cuando en noviembre de 1989 se produjo la caída del muro de Berlín y el consiguiente desplome del comunismo soviético algunos – Francis Fukuyama, 1992 – consideraron llegado el final de la confrontación ideológica entre los sistemas socialista y capitalista, augurando el fin de la Historia y el definitivo triunfo del neoliberalismo y del sistema capitalista.

Pero los acontecimientos no se fueron sucediendo de manera tan sencilla y la Historia, envidentemente, no sólo no finalizó sino que abrió nuevos escenarios iniciados, convencionalmente, con el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del 2001, que dio paso al surgimiento del terrorismo yihadista como nuevo enemigo global y proporcionó una falsa excusa para las guerras de Irak y Afganistán, al tiempo que agravaba la desestabilización de buena parte del mundo islámico y el recrudecimiento del conflicto palestino.

Otra fecha se nos antoja inicio de una nueva realidad, de un nuevo escenario: el 15 de septiembre de 2008, que coincide con la quiebra del banco estadounidense Lehman Brothers y el inicio de una crisis financiera de gran magnitud que pone en entredicho el orden económico vinculado al neo-liberalismo el cual, de presuntamente infalible, ha pasado a mostrar su incapacidad parar crear una prosperidad estable y duradera. De nuevo aparece el fantasma de la desigualdad vinculada a una inestabilidad que toca de lleno la credibilidad del sistema,

Recientemente Joaquín Estefanía realizaba la siguiente afirmación: La especulación es el corazón de la actividad financiera, cambiaria o bursátil, no una excrecencia del sistema. (Crecimiento o barbarie, El País, 16/05/10),

Pues, bien, esos especuladores – referidos por Estefanía en su artículo - son los que ahora se mueven y lucran entre los vendavales financieros, acechando sobre la inestabilidad de los mercados bursátiles provocando situaciones extremas que, como sucedió en la primer semana de mayo, generaron espectaculares caídas de los mercados de valores con fuertes pérdidas auspiciadas por el fantasma de la crisis griega y la inconsistencia de economías frágiles como la española o la portuguesa.

Fue esta situación la que determinó la urgente reunión, el 10 de mayo en Bruselas, de los ministros de Finanzas de la zona euro en el denominado Consejo de Economía y Finanzas (Ecofin) a la cual asistió la ministra de Economía, Elena Salgado, quien explicitó a los medios de comunicación el interés comunitario en respaldar la moneda europea con la decisión de crear un fondo anticrisis de 750.000 millones de euros en defensa de la zona euro frente los ataques de los especuladores.

Se abría así la vía del “cambiazo” en la política del gobierno de Rodríguez Zapatero el cual, inmerso en la confusión y el desaliento, se apresura a utilizar las recetas del Fondo Monetario Internacional y las exigencias de sus socios europeos con el fin de recortar drásticamente el endeudamiento público, aplicando un ajuste duro en el marco preferente del recorte de los gastos de Estado.

La premura de las decisiones con altas dosis de improvisación colisiona con una realidad compleja cuyo origen se sitúa no sólo en los desajustes de la crisis financiera internacional y en el gasto público sino en las peculiaridades del espejismo creado por el “boom inmobiliario” que ha dado paso a la creación de una “burbuja” que ha arrastrado el déficit de la deuda privada de empresas, bancos y particulares, al límite de la catástrofe.

Ahora, las consecuencias de la era del ladrillo, la corrupción y la financiación irresponsable que tan bien personalizan determinados promotores inmobiliarios de sobra conocidos y los gerentes políticos del desarrollismo, las pagan los que menos tienen: pensionistas con emolumentos congelados, funcionarios con sueldos rebajados y el inexorable crecimiento de las tasas de paro fruto del retraimiento económico provocado por las medidas de contención propuestas por el gobierno y aprobadas por el parlamento con el escuálido respaldo del PSOE.

Por si fuera poco, el FMI – al igual que otras organizaciones, como la propia OCDE - , exige al gobierno una urgente reforma laboral que, como es de sobra conocido, tiene como objetivo prioritario una mayor flexibilización de los contratos de trabajo, el abaratamiento del despido y la desigualdad salarial entre grupos homogéneos hasta ahora vinculados a los resultados de la negociación colectiva. Con toda probabilidad, de ahí surgirá el inicio de una reforma aprobada al margen de la negociación entre los agentes sociales, decretada unilateralmente por el gobierno lo cual agudizará el conflicto social y propiciará la movilización generalizada de los sindicatos mayoritarios CC.OO y UGT lo que previsiblemente culminará con una convocatoria de huelga general.

Ante esta situación mucho se habla de implicar a los que más tienen, pero todo indica que no es más que una pantalla para ocultar el hecho de que el peso de los sacrificios recaerá sobre las clases populares: asalariados, parados y pensionistas.

Al mismo tiempo, el PP, principal partido de la oposición, no posee otra política que oxigenarse a través de los problemas del país y para tal objetivo no duda en aprovechar la desgracia de tantos y tantos para conseguir su único propósito, la conquista del poder político, al tiempo que intenta ocultar los efectos nocivos de los casos de corrupción que le salpican de manera persistente y generalizada incluyendo una presunta financiación ilegal del propio partido como apuntan los indicios investigados por la justicia en Valencia y Baleares y todo lo que se va conociendo de la trama Gürtel.

Pero, ¿tienen los gobernantes otros recursos que no sea asaltar los bolsillos de los que menos tienen? Seguro que si, pero eso no se improvisa. Expongamos un caso evidente: el fraude fiscal. Técnicos de la Agencia Tributaria sostienen que si España lograra bajar el fraude diez puntos porcentuales, lo que nos situaría en la media de la Unión Europea, significaría aflorar 90.000 millones de euros y recaudar 25.000 millones de euros adicionales, sólo por impuestos.

Pero la realidad es la que subyace en un país donde se calcula que el 80 por ciento de las operaciones con billetes de 500 euros son fraudulentas, no faltando ejemplos ilustrativos en las corruptelas locales, siendo el caso más significativo, por su relevancia, la aceptación en sede judicial, por parte del que fuera conseller de Economía y Hacienda y ex presidente del Govern Balear, Jaume Matas, de haber defraudado al fisco de manera suculenta y continuada.

Para aumentar los ingresos del Estado por la vía recaudatoria, persiguiendo el fraude, se necesita previsión y tiempo, el mismo que no se utilizó para atajar ese diferencial que tanto nos aleja de los modelos económicos y sociales más solventes de Europa y que obstruye y dificulta la implantación de un modelo de protección social imprescindible para el desarrollo de un de Estado del Bienestar consistente y viable.
Pep Vílchez
28/05/2010